Dedicada a ello, a desentonar en tu discurso, a chirriar en tu sintonía, a no ser nunca lo que alguien espera oír de tu boca. Cada vez más, y más; y más. Y más. Más despacio, más hondo, más acompasado, más de verdad. Hasta que vomitas. Hasta que ya no quiere más, hasta que se le antoja incomestible, hasta que se le hace bola; hasta que viene mamá y lo recoge con una servilleta.
Porque sí, ese es el juego. Subir hasta que se pincha el globo. Crecer hasta que te estampas de bruces contra el techo. Comer hasta que te empachas. Beber hasta el coma. Dormir hasta que duelen los párpados. Gritar hasta que no queda voz. El hasta. Una palabra con final, con un punto. La única que sabes que no seguirá; la única capaz de desvirtuar cualquier promesa, cualquier verdad. La pareja del pero. Voy a quererte hasta; voy a ir a verte pero, te dije que sí pero, todo iba bien hasta...
Somos así. Necesitamos pausas, salidas de seguridad. Una manta, un abrazo, una puerta de emergencia. Algo capaz de hacernos frenar cuando se nos está yendo de las manos. Gestos, huídas, palabras..., lo que sea. Lo que sea pero que te mantenga lejos, que no te deje estar a menos de un milímetro de mí, de mi paz, de mí misma. Distancias bien marcadas, límites claros. Yo te alejo y te acerco; y todo al mismo tiempo, no vaya a ser que te vayas más de lo que quiero o que te quedes más de lo que me da tranquilidad.
Y así va la cosa, de joderla mucho y pedir mucho perdón después. De decir que no y explotar por la cantidad de síes que te inundan por dentro. De mirarnos de reojo y no estar nunca dispuestos a decir lo siento. De buscar la libertad en tu ausencia, de creerme más fuerte por despertar sin ti, de soltar perlas por mi boca, de las que luego me da miedo envenenarme con el regusto a asco que me dejan en la boca. A coger lo feo y cocinarlo a fuego lento, y a servirlo caliente, quemando, y con levadura; para que todo sea mil veces más grande de lo que realmente es; para que me ahogue al respirar la cantidad de reproches que soy capaz de soltar; para que sigas echando de menos mis sonrisas. Y, claro está, para acabar todas las frases con un pero, con un hasta, con un no.
Y acabar corriendo a tu cuello, a colgarme de tus labios y comérmelos con gelatina de fresa, con croquetas de puchero, con el kebap de los viernes. A llorarle a tu hombro, a mirarte dormir, a que me calientes los pies cuando volvemos de la calle y a despertar en tus brazos para volver a decirte que no.
Y esto, y lo otro, y lo de más allá. Ya lo decía Sabina: "que amores que no mueren, matan; porque amores que matan, nunca mueren".
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