sábado, 21 de enero de 2012

san seacabó.

Acostumbraba a dedicar gran parte del día a averiguar cómo había llegado hasta ahí... Las cosas más absurdas le absorbían el tiempo; creía ser metódica, aburrida hasta la saciedad, ordenada, no con las cosas, sino con su vida... Vivía en un mundo de cuadrícula hasta el día en el que trató de seguir andando y se borró la línea... Mientras caía se instaló la cámara lenta en su cabeza; las veces en las que no había cedido ni un poco, todos y cada uno de los días en los que se había cenado lo que ella había querido, las mil ocasiones en las que ni siquiera le había ablandado el corazón su mirada de algodón. ¿Qué había he
cho? Sentarse a recoger abrazos, ponerse de morros hasta que él consiguiese abrirle los labios a besos, disparar barbaridades hasta verle llorar. Y así, otoño tras otoño.
Ahora, ya sin suelo, las lágrimas comenzaron a hacer mella en sus mejillas. Sus palabras retumbaban a cada segundo consiguiendo que la rabia le quemase los párpados; que ya no puedo más, cariño; que has sido el mismo centro de todo; que me has devuelto aire... Rodeada de verdades se deshacía en el abismo, anhelando el final de la caída, ridícula.
Error.
Entre sus ojos se diluyeron las últimas imágenes de ambos; alzó la mirada y lo encontró observándola desde el borde. Cuánto miedo en aquella expresión, cuánta angustia, cuántos recuerdos... Cuánto... Esa era su suerte, pensó. Que pese a todo la había querido como a nadie. Supo entonces que si se hubiese estado quieta un segundo más no estaría cayendo; que él había venido corriendo, a rescatarla, a olvidar el miedo, a olvidar los golpes. Y es que daba igual todo, él la quería y él había hecho tarde. Y así, hasta el último segundo de su vida estuvo echando balones fuera, culpando a los demás de sus traspiés, convenciéndole a él que ella era una santa.

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