Amelia caminaba tranquila, sumida en esos cientos de pensamientos que ocupaban su cabeza las veinticuatro horas del día.Había amanecido un día radiante y el sol ya llevaba unas horas trabajando. Era sábado.
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No lo vio llegar y topó con él. Las dos bolsas de mercadona que sujetaban instantes antes sus manos rodaban por el suelo. Nervioso se apresuró a recoger el estropicio que había causado; tampoco él estaba prestando demasiada atención a sus pasos. Quiso disculparse, pero un torrente de palabras se dieron cita en su boca; y sonó ridículo.
Amelia sonrió tímida y le quitó importancia al asunto.
Miró a su accidente y tuvo que ir a buscar el aire al fundo de sus pulmones para volver a pensar con claridad.
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La sensaciones que estremecieron al chico no fueron muy distintas de las que mantenían a Amelia bloqueada en la misma baldosa que dos minutos atrás.La tensión era palpable y ambos lo sabían. El primero en girar la cabeza para apartar a la fuerza sus ojos de los de ella fue Rubén.-Cuanto tiempo...Sonó más rídiculo aún de lo que le pareció al pronunciarlo. No obtuvo respuesta, apenas un leve asentimiento y una sonrisa entre forzada y tímida.
-... Lo siento, no miraba por donde iba.
-No te preocupes, yo tampoco.
-Venga, te invito a tomar algo y me cuentas como va todo.
Esta vez Amelia tuvo que ir a buscar mucho más hondo el aire que parecía dejar de existir en ese momento.
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Un batido de coco y un café con leche. Ambos aliñados con miles de recuerdos que se escapaban furiosos de sus bocas, que contaban sus ojos sus ojos, que deseaban sus manos. Medias sonrisas y alguna que otra carcajada. La vuelta a una tierna e inolvidable época. Sus vidas dadas al stop, en standby. Narradas con desilusion directamente a unos ojos que esperaban ansiosos un atisbo de duda, de infelicidad... una oportunidad, un cambio, un ahora. El reloj se animaba, se unía a esa velocidad que desde hace tiempo residía en sus corazones, palpitando sueños, deseos; esquivando miedos. El sol empezaba a caer entre las fincas. Él la observaba tranquilo; hacía rato que había desaparecido la timidez de su rostro. Hablaba sincera; dueña de todo cuanto les envolvía. Conservaba esa seguridad que le abrumaba, esa inocencia que le cautivaba, esa inteligencia que le dejaba a un lado, del cual ella siempre venía a rescatarlo. Conservaba ese silencio, ese torrente de palabras. Era ella.
Amelia lo miraba. Hablaba pausado, la miraba sereno, la comía en silencio. Sus ojos, su pelo, sus miedos. Todo siguía en el mismo lugar que hacía años; todo a la espera de una resolución ajornada, víctima de un adiós infiel.
Su respiración esta vez surcó el aire nerviosa.
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Rubén miró por la ventana. Había oscurecido allá fuera. Las bolsas de la compra ocupaban la silla de su derecha. Amelia hablaba tranquila en la de enfrente. El camarero trajo la cuenta. 5 euros y una tarde sin precio. Pagó justo y la siguió de camino a la puerta. Su móvil, el de ella y una promesa que ninguno de los dos sabía si era sincera o cordial. Dos besos, un débil cuídate y un te volveré a verte.
Amelia se escapó nerviosa, cansada, cargada. La emoción se brotaba por sus ojos que lloraban a mares. De nuevo sola.
Rubén contuvo el aire unos segundos. Resopló intranquilo, vencido, covarde. La había perdido de nuevo.