
La duda vagaba por tuu mente. Los árboles eran testigos desnudos de los amaneceres gélidos en aquel rincón del mundo. El tiempo, subjetivo, se arremolinaba en las manijas del reloj, que parecían tan oxidadas como las visagras de una puerta cerrada durante años. Olía a melancolía. La nostalgia nadaba entre la suciedad depositada en cada mueble. Las paredes, cargadas de recuerdos, parecían venirse abajo con cada crujido del suelo bajo tus pies. El frío de cada invierno parecía ser lo único capaz de atravesar esos muros y, año tras año, se había quedado a habitar la casa de tus ingenuos veranos. Los pies se sucedían por aquellas alfombras polvorientas, sin cesar, sin correr. Exrutabas todo cuanto veías y un torrente de recuerdos luchaba por un hueco en tu conciencia cada vez que pestañeabas.
. ¿Y el frío? Te calaba los huesos. Un frío seco, duradero. De esos fríos que nadie más siente. De esos que te hielan por dentro mientras te arden las manos.
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