Las calles siempre cortas, y siempre estrechas, y de pasada. Tenía que correr si quería plantarle cara.
Se ataviaba con botas de montaña, las más feas del mercado. Se colgaba la cámara al cuello y salía a capturar sueños, de los demás. Se empapaba de emociones hasta que se llenaba la tarjeta de memoria; y entonces corría a casa, a preparar chocolate y a organizar el pase de fotos de cada tarde. Lloraba, reía, se ponía furiosa y se desconcertaba, alternativamente, a veces al mismo tiempo. Era capaz de enfatizar con las fotos lo que no conseguía hacer con las personas. Y, como siempre, aquella que le había sacado el escalofrío más grande acababa siendo revelada, a la antigua usanza, pasando a ocupar un sitio privilegiado en su habitación de las emociones.
Moría de miedo cada vez que venía un fontanero, un electricista, el del gas... Cualquier persona que viese aquella habitación saldría corriendo. Pero para ella era una vía de escape, la única salida a un autismo que le acompañaba desde siempre. No era capaz de detectar sentimientos, o al menos, no de hacerlo a velocidad real. Las emociones del día a día ni la rozaban, y continuamente sentía un vacío en su estómago que no conseguía llenar. Necesitaba ralentizar el ritmo, sentir a menor velocidad, retener un poco lo que sucedía, capturarlo y dedicarle tiempo.
Y cada vez era más difícil encontrar tiempo.